Monólogo

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Ha pasado un año desde que se reportó el primer caso de Covid-19 en Nicaragua

Foto tomada de Internet

Génesis Hernández Núñez

@gemihenu

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Un año después desde que se reportó el primer caso de Covid-19, la constante sigue siendo el desempleo, el encierro, el silencio, calles vacías, negocios cerrados, caras cubiertas, ojos tristes y uso permanente de alcohol gel.

Como si se tratase de un show macabro, en Nicaragua el primer caso de Covid-19 se anunció en el “prime time”, es decir en el horario de máxima audiencia de la televisión. Poco antes de las ocho de la noche de ese miércoles 18 de marzo, la inconfundible y agobiante voz de Rosario Murillo confirmó lo inevitable. Porque sin establecer medidas y realizando marchas de "Amor en tiempos de Covid-19", más temprano que tarde el virus tenía que entrar y entró.

En 2018 hubo momentos en que repetí en mis adentros: “no puede pasar nada peor que esto”. Lo hice cuando ocurrió la “Masacre del Día de las Madres”, también cuando la familia del Carlos Marx fue quemada viva y cuando asesinaron al bebé Teyler Lorío.

Pero estaba equivocada. Apenas dos años después, algo peor llegó y no llegó solo: el miedo, la sensación de no tener escapatoria y la muerte llegaron con él.

Caras cubiertas, ojos tristes

Lo primero que tuvimos que procesar fue que para sobrevivir, solo servía la prevención personal y familiar, pues del gobierno no podíamos esperar nada. El 19 de marzo visité a mis tíos abuelos, dos ancianos, a los que abracé fuerte porque no sabía cuándo podría hacerlo otra vez. Ahora, un año después, me pregunto cuántas personas durante esos días y semanas abrazaron por última vez a sus padres, abuelos y seres queridos vulnerables.

Una de mis sensaciones era verme a mí misma como una arma peligrosa. Pensaba con frecuencia ─y sigo pensando─ que al ser joven, si me enfermo podría sobrevivir, pero podría contagiar a gente que no sobreviviría. Y eso no me lo perdonaría.

La autora también escribió: Lucía Alemán: la artista de las flores que quiere ser un cactus»

Por tal razón, me da rabia ver la displicencia de los chavalos sin mascarilla o con la mascarilla en la barbilla. O en discotecas. Hay un bar en Managua cuya publicidad dice “we don’t give a fuck” (“nos importa una mierda”). Me hierve la sangre de solo relacionarlo con el contexto en el que estamos.

El tic tac de la muerte

Lo demás fue un efecto dominó. Desempleo, encierro, silencio, calles vacías, negocios cerrados, caras cubiertas, ojos tristes, precios de las mascarillas por las nubes, escasez de alcohol gel. Y el tic tac imparable de la muerte acercándose. Cada mañana, cada noche un poco más cerca. Hasta que se asentó entre nosotros en forma de “entierros exprés”, quitándonos así la posibilidad de realizar “el mayor de los rituales”: el funeral.

Recuerdo una tarde que fui a la pulpería de mi cuadra. El esposo de la dueña estaba sentado en una mecedora frente al televisor. Tosía mucho, hasta quedarse sin aire. Lo saludé, levantó la mano y me fui con su tos en la mente; un mes después murió en el hospital. También pienso en una amiga que visitó a su mamá un domingo y para el viernes la señora había muerto. En ambos casos por el maldito virus. Y cada nicaragüense tendrá una o varias historias como estas; de muertes que todavía no podemos procesar.

Otro escrito de esta autora: Morir a la deriva a siete mil kilómetros de casa: En memoria de Malick Keita y sus cinco compañeros»

La “nueva normalidad”

Un año, más de 13 mil casos y más de tres mil muertes después, vuelven a mí las palabras que tanto escuché en 2018 y 2019: “Nada está normal”. En esta tierra de tragedias que ocurren en un parpadeo y de esperanzas que avanzan a paso de tortuga, no sé cuánto falta para la “nueva normalidad”. Ni siquiera sé si eso vaya a existir aquí.

La fe está puesta en la vacuna, pero los ¿cómo? ¿cuándo? ¿cuántos? son incógnitas que permanecen. Además, es imposible creer en las respuestas que puede dar un Ministerio de Salud que a estas alturas solo reconoce 6,582 casos y 176 fallecidos por Covid-19.

Es 18 de marzo otra vez y mañana quisiera despertarme y que esto haya sido una pesadilla. Pero no habrá manera. Cuando tenga que salir de mi casa veré sobre la mesa a la inseparable compañera de todos desde hace un año y quién sabe por cuánto tiempo más. Y por responsabilidad individual y colectiva, me cubriré la mitad del rostro con ella, porque un año después es lo mejor que podemos hacer.

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